Dicen que los amigos de la infancia son los amigos de verdad. Los auténticos amigos. Los amigos de corazón. Hablo de esos amigos de la primera infancia, de la inocencia, de las piruetas en el río y de esas travesuras que se quedaron para siempre en el alma.
Los amigos de estrecheces y sueños. De ingenuidades y escuela. Del parque y la cancha. De la primera comunión y el pupitre.
Esos amigos que nos arropamos bajo las mismas ilusiones de llegar a ser alguien de bien en el futuro; que tuvimos padres que nos enseñaron el camino correcto y predicaron con la ejemplaridad de su conducta.
De los amigos que crecimos juntos yendo a la misma escuela, a la misma iglesia, al mismo teatro y participando en las mismas fiestecitas de cumpleaños. Esos amigos de la era en que todos estudiábamos con los mismos libros, íbamos al mismo recreo, teníamos los mismos profesores y las mismas reprimendas, escuchábamos los mismos conciertos y nos parábamos con reverencia ante el las autoridades de la escuela, el himno y los padrinos.
Esos amigos que solo nos mirábamos a los ojos y nunca nos fijamos en la marca de la ropa que precariamente nos vestía. Amigos que no distinguíamos apellidos ni abolengos ni teneres.
Los que crecimos yendo al mismo play y escuchando la misma música en las velloneras del ayer.
Esos amigos solo estaban sujetos al afecto y al cariño puro. Nuestros sueños eran parecidos porque las ambiciones y las ilusiones eran las mismas.