El candidato ultraconservador llega a la cita de este domingo con el respaldo del 40% de los votantes, según la última encuesta, por el 25% de Haddad, el sucesor de Lula
El miedo a que un militar retirado admirador de la dictadura alcance el poder y el rechazo que genera la sombra de Lula, el político más carismático de la historia de Brasil, se ven las caras este domingo en las urnas. Una cita marcada por el auge de Jair Bolsonaro, que no ha dejado crecer en la última semana. El diputado ultraconservador cuenta con el 40% de los votos, frente al 25% de Fernando Haddad, el candidato del PT que se presenta en lugar de Lula, según la última encuesta divulgada este sábado por Datafolha.
Alrededor de 147 millones de brasileños decidirán si la cita de este domingo se torna decisiva o se espera a dentro de tres semanas, lo que a buen seguro agudizará la polarización del país. Una victoria de Bolsonaro en primera vuelta —solo Fernando Henrique Cardoso lo ha logrado en los últimos 30 años, en 1994 y 1998— supondría un maremágnum político para el país más grande de América Latina. El triunfo del capitán retirado del Ejército, un político de 63 años racista y machista, alzaría al poder a los ideales más retrógrados de la región, de acuerdo con la ola reaccionaria que sacude buena parte del mundo y sumiría a Brasil en una era incierta después de los años más convulsos tras el fin de la dictadura militar, en 1985. Dos décadas a las que, precisamente, Bolsonaro se retrotrae constantemente con bisos de añoranza, cuando no de admiración.
El líder ultraconservador, que ha permanecido tres de las últimas cuatro semanas de campaña hospitalizado tras ser apuñalado por un lunático, ha salido indemne de sus bravuconadas y posiciones más extremas; también de la hemeroteca que le ha sacudido toda la campaña o de las recientes protestas multitudinarias, encabezadas por mujeres, que se produjeron hace una semana. Hasta el punto de que parte del establishment ha abrazado a alguien que siempre se ha presentado como un outsider.
La frustración con los políticos de las últimas décadas y las soluciones extremas para resolver la violencia y la corrupción son el gran baluarte de Bolsonaro, que se encuentra a un paso de llevar a la cúspide la máxima del mundo actual por la que las emociones pesan más que cualquier programa. Ahí están la victoria de Trump o el Brexit; el rechazo al proceso de paz en Colombia o la arrolladora victoria de López Obrador en México, que ha aupado a la izquierda al poder por primera vez.
Unas emociones que hasta ahora supo manejar como nadie Lula da Silva, el presidente más carismático de la historia de Brasil —gobernó ocho años, hasta 2010—, en prisión desde abril acusado de corrupción. La cárcel privó a Lula de optar por quinta vez a la presidencia —fue derrotado por Cardoso dos veces—, pero no le impidió demostrar su capital político. El exmandatario apuró todas sus opciones, agudizando la división, hasta que a principios de septiembre cedió su candidatura a Fernando Haddad. Su exministro de Educación ha absorbido tanto el apoyo de Lula como el rechazo que este suscita.
La polarización se acentuará aún más durante las próximas tres semanas, en caso de que las encuestas se cumplan y la presidencia se decida entre Bolsonaro y Haddad. Más que una campaña electoral, estas nueve semanas han parecido una serie de escaramuzas entre dos bandos. Todos los candidatos tienen, por cada porcentaje de intención de voto, uno todavía mayor de rechazo: Bolsonaro, el 44%; Haddad, el 41%. Ante este escenario, el aspirante del Partido de los Trabajadores ha emulado a su líder y ha repetido, con una carta la víspera de la elección, el mensaje de Lula antes de su primer triunfo en 2002, en el que apeló a la esperanza para derrotar al miedo.
La fragmentación entre los partidarios de Bolsonaro y los del PT ha reducido las opciones más moderadas y obligará al resto de candidatos a adoptar una posición clara en la segunda vuelta. El silencio, en este caso, también se considera un apoyo tácito a Bolsonaro. Si la maquinaria del Partido de los Trabajadores (PT) de Lula ha resistido en cierta manera la embestida de los últimos años, la campaña ha supuesto un varapalo para el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), que por primera vez desde 1994 no tendrá un candidato en la segunda vuelta.
La campaña ha ahondado más la tremenda fractura nacional que revelaron los anteriores comicios, cuando, de 105 millones de votos, la candidata del PT, Dilma Rousseff, recibió 54 y su rival, Aécio Neves, 51 y Brasil quedó partido por la mitad. Desde entonces, el país más grande, una nación prácticamente ingobernable y asfixiada, además, por una recesión económica de la que apenas ni ha comenzado a salir cuatro años después, parecía a la merced de los elementos. Una propuesta de impeachment frágil logró acabar en agosto de 2016 con la exánime presidencia de Rousseff. Sencillamente, no había suficientes aliados que quisieran impedirlo.
Su sucesor, Michel Temer, con un raquítico 3% de aprobación aprobó una reforma laboral y el ajuste fiscal. Nadie tenía tantos aliados como para liderar una moción de censura contra él. El país parecía ir cuesta abajo y sin frenos, encadenando primeras veces: Temer fue el primer presidente acusado de corrupción por el fiscal de general. Lula da Silva se convirtió en el primer expresidente condenado por corrupción y, nueve meses después, el primero en ser encarcelado. No había nada sagrado. Nada era imposible.
Los cuatro últimos, y traumáticos, años han logrado definir dos bandos que resultaban difusos. No era, como se decía, cuestión de ricos contra pobres, aunque Brasil sea el país no africano más desigual del mundo; ni era cuestión de blancos contra negros, aunque a estos últimos, mayoría poblacional, se les paga de media mil reales menos que a los blancos por el mismo trabajo. No era ni siquiera izquierda contra derecha. Los verdaderos dos brasiles resultaron ser algo mucho más terrenal. El que aún apoya al PT tras tenerlo en el Gobierno 13 de los últimos 15 años y el número creciente de personas que lo detestan.
Y si la fricción entre ambos bandos estaba a flor de piel tras el impeachment de Dilma, los problemas legales de Lula da Silva por sus supuestas corruptelas directamente los puso rumbo a una colisión inexorable. Los partidarios solo veían en el proceso irregularidades y manos negras; los críticos, más circo petista para salir impunes tras años de robarle al erario público. Hasta que todo explotó con el auge de una alternativa tajante: Jair Bolsonaro, tan lejos del PT que, directamente, encarna la dictadura que el PT combatía en los setenta.