Por Jose Luis Taveras
Vencidos por los años, Balaguer y Bosch, uno ciego y otro mentalmente contrariado, apretaron sus manos y en un torpe levantamiento de brazos cedieron sus decrépitos liderazgos a unos muchachos fraguados en gloriosas utopías. La simbología del acto que selló el llamado Frente Patriótico fue pletórica: terminaban el siglo, el primer milenio, la primavera de 1996, la añeja rivalidad de los caudillos y el autoritarismo. La impresión infundida por esas señales parecía auspiciosa: por fin cruzábamos el umbral de una democracia iluminada por otras visiones. Pensar que los discípulos de Bosch —curtidos en la política como servicio ético— llegarían al poder era para respirar futuro a todo pulmón. La corrupción y el autoritarismo que le dieron marca y personalidad al caudillismo del siglo XX quedaban atrás.
Leonel Fernández entró con alas y salió con garras. Sus primeros dos años descubrieron a un muchacho empeñado en dejar una imagen y obra memorables. Modernizó la Administración pública, promovió reformas institucionales, estabilizó la economía, rescató el valor del servicio público y creó un ambiente de tolerancia democrática. Pero los devaneos asoman cuando los delirios perturban. Su carácter quebradizo fue penetrado por fantasías obsesivas. Los susurros pegajosos de un cerco oscuro de intimidad humedecieron su ego y el chaval perdió toda concentración. Cuando apenas se acostumbraba al poder, terminaba su mandato. Necesitaba volver; era cuestión de vida para un muchacho escogido por la suerte pero con un apetito político felino. El karma de su existencia fue haber estrenado en la presidencia espacios, relaciones y logros que nunca hubiera tenido por su propio mérito. El cargo lo hizo y para seguir siendo tenía que volver. Lo logró, y esta vez armado con las intenciones más firmes de perderse, de negarse.
Se enamoró de su voz, de su discurso, de su inteligencia, y se prefiguró como una efigie continental. Conocer a estadistas y líderes mundiales que solo veía en los periódicos, la televisión o leía en obras fue una experiencia extática; viajar a lugares de antojo y alojarse en hoteles de catálogo era una fantasía lúdica. El hombre se enajenó y olvidó que gobernaba para otros; al final de su segundo mandato ya sentía al país como comarca y la presidencia como rutina. Dejó que sus amigos de intimidad robaran a pleno sol de impunidad, concertó acuerdos implícitos con funcionarios y empresarios para acaudalar fortunas obscenas y consintió el nacimiento de un Estado empresarial fundado en la corrupción como razón política. Entendió que el poder era para vivirlo y así lo hizo. Al final de su segundo periodo terminó enfermo. Perdió el sentido de la realidad y todavía hoy anda a tumbos buscando readaptarse a la mortalidad. Persigue la presidencia como adicción, convencido de que el país lo necesita. Esas imágenes torcidas están clavadas en sus obsesiones como las alucinaciones en una mente esquizofrénica.
A la sombra de ese ego grandilocuente despuntaba un rival taimado: Danilo Medina. Un hombre callado, sigiloso y resentido. Aprovechó los envanecimientos de Leonel y sobre sus desechos fue construyendo un círculo de lealtad mítica. Se distanció tempranamente del Gobierno para preparar su trama. Esperó en la esquina el desplome del líder para asestar el golpe certero hasta pulverizarlo. Cuando el líder bajó del Olimpo, se encontró sin partido, sin alfombras, sin pleitesías y con otro soberano en su trono. Entonces nació el tirano: un enemigo político metódico, imperturbable y rencoroso. Estudió por años a Leonel para negarlo en todo: Leonel fantasea, Danilo maquina; a Leonel le resbala todo, Danilo tiene una memoria siniestra; Leonel embauca, Danilo miente; a Leonel le obsesiona la vida del poder, a Danilo el poder le da vida; Leonel presidía, Danilo gobierna. Dos ambiciones desalmadas de distintos cuños. Pero como en los campos magnéticos los polos opuestos se atraen, uno le da vigencia al otro en esa dinámica simbiótica del yin y el yang.
Hoy asistimos al duelo apocalíptico de dos caudillos. La historia terminó donde comenzó: bajo la maldición del delirio tiránico. Con la diferencia de que a los caudillos del pasado los movía el poder, a estos, sin las condiciones de aquellos, les provocan la codicia, el hedonismo y la acumulación de fortuna.
Danilo, en vez de desmontar la estructura corrupta de Leonel, la aseó, y no por anuencia partidaria, sino porque ideaba construir su propio entramado de intereses. En sus gobiernos la impunidad ha sido política pública y la corrupción forma de vida. Entre los dos crearon un Estado monstruoso donde la mayor parte de la gente económicamente activa cobra o se beneficia. Esa hiperinflación burocrática de la cosa pública ha mantenido en el poder al PLD por décadas, pero también ha encarecido la participación electoral a niveles inabordables, ha comprometido las cuentas públicas, ha endeudado al país como ningún otro gobierno, ha quebrado la institucionalidad y ha implantado la impunidad como cultura.
El PLD de hoy es un pandemónium indivisible de ambiciones. Pero, como logia siniestra, donde la lealtad se presta sobre juramentos de complicidad, los dos rivales, trenzados por los mismos pecados, están condenados a “entenderse” y lo harán sin grandes traumas porque hay en juego demasiadas inversiones políticas. El problema es que no hay forma de liberar al país de los efectos de este duelo sordo de ambiciones porque el PLD hizo del partido el Estado. La maldita herencia del conjuro patriótico sigue perturbando nuestro sueño democrático. ¡Qué destino!