Rafa Nadal no acabó de carburar en 2015 y 2016. Bien por ansiedad (“lesión mental”, lo definió él), bien por contratiempos físicos como la dolencia de muñeca cuya recuperación forzó para no perderse los Juegos de Río y que luego le pasó factura el resto del año. Su último Grand Slam, Roland Garros, databa de junio de 2014. Voces como la de John McEnroe le aconsejaban dejar a su tío Toni. Pero si hay algo importante en la vida del ya campeón de 16 grandes es la familia, el equilibrio. Introducir un elemento extraño en su clan no entraba en los planes. Mas Carlos Moyá le conoce desde los 11 años, cuando pelotearon por primera vez en Stuttgart. Siendo ya Charly número uno, llegó a entrenarse hasta tres días a la semana con el chaval, que con 16 años consiguió ganarle en Hamburgo.
Ante todo, Nadal y Moyá eran y son amigos. Pero el primero ha tenido la virtud, y el acierto, de saber escuchar al segundo. De separar los roles. El ganador de Roland Garros 1998, quizá por su carácter extrovertido, tenía fama de no ser muy metódico. Pero, quienes le conocen de verdad, cuentan que es un estudioso. Que vigila mucho la estadística. Que cuida los detalles. Ha introducido entrenamientos específicos en las rutinas de Nadal. Le ha concienciado de que en la pista no debe ser tan cauto, que debe sacar con ambición, que no debe desconfiar de su segundo servicio (por encima de los 150 km/h este año). Ha insistido, con él como sparring, en recuperar el drive, ese estilete clave, y cambiar direcciones. Ha hecho crecer la parte ofensiva de Nadal. La solución estaba en la familia.