Por: Carmen Imbert Brugal
Ineludible la efemérides para una generación espantada y comprometida. Esa que soñó y apostó por la utopía, sin imaginar cadáveres ni soledad, traiciones ni engaños. Segura del triunfo de la justicia y la equidad. Rodeada de poemas y entonando canciones para resistir emboscadas. Juventud subversiva, empeñada en la invención y creación, de un mundo mejor. Con sus altares y deidades intocables, sus ficciones sin contradicción. En la calle, en la tertulia, en el entrenamiento y el desclase, retaba al destino y pretendía ignorar sus trampas. Apostaba, de manera constante, sin presentir deserciones y esa quietud difusa del hartazgo que obliga a claudicar cuando la ambición pervierte. Expuesta a la tortura, a la cárcel, al destierro, sin sospechar el costo de ese deambular pesaroso sin sosiego ni retorno. La inquietud del exilio que transforma y deconstruye. Un 11 de septiembre inacabable, persistente, con la carga de horror que concitó la solidaridad y el repudio por doquier. Esperanza truncada, manos quebradas, huérfanos, viudez, pánico, maternidad usurpada, subrogada sin consentimiento. Descaro sin posibilidad de comedimiento y sin rechazo. En el momento del bombardeo a “La Moneda” se escucha a Pinochet decir, con sorna, al vice almirante Carvajal: Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país- a Salvador Allende- pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando. Más vale matar la perra y se acaba la leva, viejo. Pervive la voz que atormentó durante 15 años a la población aterida. Y la proclama fatal: Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto. La grabación existe gracias a la interferencia de un ciudadano, la osadía preservó las trazas de la ignominia. Testimonio inculpatorio que Patricia Verdugo convirtió en bestseller. Ese 11 pauta la cuota de compensación mortal, la sucesión absurda de venganza que colmó estadios, fosas, ríos, montañas, mares y conciencias. “Por cada miembro de las Fuerzas Armadas que sufra se fusilan cinco marxistas…”.
Aquel temor a ratas y estupros, reguero de emasculados sangrantes. Gritos y desmesura. Infierno que libró de sus llamas a centenares que iniciaron un peregrinar desolador y ocuparon ciudades europeas, porque el vecindario era peligroso. Las cifras de muertos y desaparecidos están consignadas en informes irrefutables que durante lustros fueron ignorados por la complicidad. El 5 de octubre de 1988 con su NO, y las elecciones que convirtieron a Patricio Aylwin en presidente de Chile, luego de 15 años de espanto, no impidieron, año tras año la evocación. El 11 convocaba a la grey. Señal inmancable para recomponer historias, fracasos, dolores, aciertos. Para el recuento de la vesania uniformada, ejecutora de crímenes inenarrables. Para desmadejar agravios, recalcar el detalle del terror paralizante, el ulular de sirenas y ese río Mapocho arrastrando sangre de cualquiera, de todos. Para repetir lo dicho, con dimensión de profecía, por Salvador Allende en el umbral del sacrificio: estas palabras no tienen amargura sino decepción. Esa decepción que ha convertido en erráticos a los ilusos, a los derrotados por sus propios yerros y ambición sin sacrificio.
El 11 de septiembre del 2001, 28 años después del inicio de la desventura chilena, con documentos desclasificados y ninguna fantasía sino evidencias del plan genocida, las Torres newyorkinas y su significado, intervinieron el 11 único, emblemático y estremecedor. La remembranza conspira y expone aquella adolescencia embaída que encanece y evoca. Las imágenes hechizantes hoy se destiñen y nada significan para la contemporaneidad que reproduce, una y otra vez, el derrumbe y la agonía en las Torres Gemelas. “La Moneda” ardiendo, aquel símbolo de una generación, queda en un relicario blanco y negro. La ilusión de Alamedas y niños nuevos, también. La utopía se deshizo en selvas y ciudades, cedió banderas al crimen. La narco política enmoheció fusiles y alimentó la codicia de liderazgos perversos. Ya no hay mentiras. Tampoco la verdad es estandarte y decepción no es amargura, sino proclama. Conviven dos 11. Sin yihadistas, quizás vivíamos mejor, esperando el día de la gran ternura de Neruda y creyendo que los de entonces seríamos los mismos.