Desde hace un tiempo relativamente reciente, cuestión de perspectiva, los campeones han tomado la costumbre de morder los trofeos o las medallas para posar ante los fotógrafos. Mordisco a mordisco, desde que tenía 19 años, desde aquel 2005 en el que se estrenó con camiseta verde sin mangas, pantalones blancos piratas y melenita, Rafael Nadal ha ido coleccionando copas en la Philippe Chatrier hasta sumar la Décima. Stan Wawrinka se había plantado en la cita con un cien por cien de eficacia: tres de tres en finales de Grand Slam. “Pero nosotros llegábamos con nueve de nueve a este torneo, y eso es más”, replicó Toni Nadal para poner las cosas en su sitio. Ahora ya son diez de diez. Rafa nunca ha perdido una final en Roland Garros, su fértil tierra de cultivo.
Antes de que Nadal mordiera otra Copa de los Mosqueteros, Wawrinka mordió una pelota. Literalmente: se la metió en la boca en un gesto de desesperación, impotente ante los múltiples recursos de su rival sobre el polvo de ladrillo. También estrelló raquetas contra su cabeza y contra el suelo. Atormentado. Por esta experiencia ya habían pasado antes Roger Federer (cuatro veces), Novak Djokovic (dos), Mariano Puerta, Robin Söderling y David Ferrer. Todos ellos hincaron la rodilla en la final ante el infalible Nadal. En esta ocasión, al igual que en aquel fascinante 2008, el balear ha cubierto un torneo limpio, sin ceder un solo set. Tiene 31 años, pero ha recuperado su mejor versión. Ya son diez mordiscos en París, pero un total de quince en el Grand Slam. Uno más que Pete Sampras, tres menos que Federer. Otro mordisco a la Historia.