Crónica de una conversión: soy danilista
Me declaro danilista y, como gesto irrefutable de esa confesión de fe, haré lo que en su momento no pudo lograr el compañero Alfonso Crisóstomo, El Querido, cuando quiso proponer a Leonel Fernández como candidato al Premio Nobel de la Paz.
He caído de bruces sobre una razón opacada por mis prejuicios. Confieso que he sido un hombre perturbado por obsesiones y vilezas, pero ayer tuve una experiencia mística que me apremia a testificar: Odebrecht se me ha transfigurado en una revelación; una especie de epifanía gloriosa como las que tuvieron San Pablo camino a Damasco, el apóstol Juan en la isla de Patmos o Martín Lutero cuando un rayo le cortó el aliento cerca de Stotterhiem. ¡Dios! Todo este tiempo malogrado sin poder ver la verdad detrás de hechos tan claros.
Como saben, he sido un fanático contumaz, un prisionero de las pasiones y envidias más sórdidas, las que he vaciado sin clemencia en contra del presidente Danilo Medina y de su gobierno. Después de esta insólita vivencia espiritual, no solo debo pedirle perdón al presidente, sino proclamar que a partir de hoy me rindo ante su luminoso liderazgo. Perdóneme, señor presidente, le he acusado de forma cruel, impune y abusiva. Lo bárbaro es que esa abominación ha arrastrado a tanta gente enferma inoculada por el mismo sentimiento agrio, verde y venenoso.
Ahora me pregunto: ¿cómo no habíamos despertado antes? Odebrecht ha sido una señal enviada por designio de insondables potencias celestes para convencernos del hombre que tenemos como líder. No hay que descifrar viejos acertijos ni escrutar en fuentes esotéricas para descubrir la dimensión de prócer de Medina, esa que ha desarropado de cuerpo entero ¡el milagro de Odebrecht!
Hasta el inmenso Hugo Chávez cayó en los garfios infernales de Odebrecht; no hubo candidato ni presidente que no se resistiera a la seducción de Joao Santana como carnada de las tramas de la corporación; claudicaron todos: Luiz Inácio Lula da Silva, Dilma Rousseff, Nicolás Maduro, Mauricio Funes y otros tantos. Solo hubo una digna contención a las pretensiones corruptoras de esa mafia global y la encarnó mi presidente, Danilo Medina, quien puso a Odebrecht en su merecido puesto, al decirle: “Voy a usar a su Joao, pero mi pueblo paga mi campaña y su trabajo”, y así lo hizo. ¿Para qué presentar las pruebas de esos pagos, las cuentas donde se depositaron, el contrato de los servicios de Joao o los giros por sus prestaciones? ¿Acaso no basta la propia declaración de quien los recibió y la palabra de Danilo? Los ejecutivos de Odebrecht, jefes de Joao, encargados de pagar coimas, resentidos por la entereza de un presidente incorruptible, insisten en mancillar su honradez, defendida por Mónica Moura, la séptima esposa de Joao y una testigo tan veraz como el sol que cada mañana calienta las arenas de Ipanema, Río de Janeiro.
Pero algo más sublime: los anteriores gobiernos dominicanos y los de los países donde Odebrecht puso sus ojos cayeron en las garras de sus ambiciones y le dieron obras al precio que la constructora pidiera, menos Danilo Medina. Este hombre marcó la frontera y él mismo negoció con la constructora una reducción al monto adjudicado de la obra más colosal de los últimos años: Punta Catalina. Y para arruinar las dudas, buscó, como elegidos al apostolado, a un puñado de hombres cabales bajo la égida del santo varón de los oráculos empresariales, quien, comprendiendo el encaro del llamado, renunció a algunas de sus misiones mercuriales para presidir el supremo sanedrín de la verdad. Pronto evacuará su fallo: soberano, inapelable y eterno; como para cerrar de una buena vez el caso. Ningún presidente ha hecho eso. En otros países, las comisiones han sido nombradas por esos antros llamados parlamentos, en nombre de un ridículo sofisma de participación democrática.
¿Y qué decir de los sobornados? Mi presidente, junto al procurador, su discípulo amado, aplicará la vara insobornable de la justicia en contra de aquellos marcados por los siete espíritus (oshas) africanos: Elegguá, Oggún, Orula, Obbatalá, Shangó, Oshún y Yemayá. Esa lista será revelada en un convulsivo trance místico bajo el tañido de tambores y atabales rituales; en ella no aparecerán las vacas servidas al culto de los dioses; serán animales impuros y ponzoñosos no aptos para el altar, según las enseñanzas del Levítico, primordialmente de la familia caprina de abundante reproducción en la agreste línea noroeste. Solo el presidente y el procurador recibirán la gracia de los nombres revelados. ¡Oh, mi Yemayá, quítame lo malo, quítame lo malo y échalo en el mar!…
A partir de este testimonio veo y siento tan claras verdades que antes desechaba por la irracionalidad de mi enardecido fanatismo. Me declaro danilista y, como gesto irrefutable de esa confesión de fe, haré lo que en su momento no pudo lograr el compañero Alfonso Crisóstomo, El Querido, cuando quiso proponer a Leonel Fernández como candidato al Premio Nobel de la Paz.
¿Cuál presidente, teniendo a las oficinas globales de sobornos de Odebrecht a unas cuadras, su despacho no se benefició de sus ofertas? Ese hecho hay que documentarlo para llevarlo a Estocolmo y demostrarle al mundo que en una isla pequeña cabe una honradez tan inmensa. En el único lugar donde Odebrecht no pudo doblegar a un gobierno fue en la República Dominicana, gracias al inmenso Danilo Medina.
Me pongo al servicio de las agencias de inteligencia del Estado para hacer las “delaciones premiadas” patrióticamente necesarias para develar los oscuros planes del movimiento verde. El país debería estar de júbilo… ¿y qué pasa?
Compañeros Sigfrido y Carlos Amarante: a sus órdenes, listo para cualquier misión, menos para poner drogas. Compañero Franklin Almeyda, lo siento: usted ni nadie podrá impedir la reelección indefinida de Danilo; a partir de hoy me tendrá de frente. Por mandato de la historia, el nuevo y gran benefactor estará ahí mientras respire; no creemos en leyendas de viejos vientos. ¡Sieg heil, Danilo!