Carácter inflexible, serio, incluso distante, alejado de los focos, sin vida pública, correcto, educado, comprometido, tranquilo y centrado en el trabajo diario evitando distracciones banales. Jack Brabham fue todo lo contrario a lo que ahora entendemos como estrella mediática del deporte. Pero fue uno de los grandes deportistas de la historia, al menos en cuanto a logros. Triple campeón del mundo de F-1; el último título, pilotando un monoplaza que él mismo había diseñado. Un hito que nadie ha podido emular. Su historia, talento y éxitos merecen que se le recuerde como una de las grandes leyendas del automovilismo.
Nacido en Hurstville, cerca de Sydney, John Arthur Brabham no pertenecía precisamente a una familia acomodada. Su padre tenía un puesto de frutas y verduras, algo que nunca pasó por la cabeza de Jack como modo de vida futura. Eso sí, con doce años ya conducía la furgoneta de su progenitor, pero pilotar tampoco era su pasión. Lo suyo era destripar coches, saber cómo funcionaban sus entrañas. Por eso se encargaba de reparar el camión de reparto. Ingresó en una escuela técnica de ingeniería mecánica, pero la abandonó con quince años para irse a trabajar a una tienda de repuestos de coches que también funcionaba como garaje.
Tres años más tarde se incorporó a la Real Fuerza Aérea de Australia en Adelaida, donde quería aprender a volar, pero en cambio fue requerido para cubrir un puesto de mecánico, para arreglar los ‘Beaufighters’ (cazas pesados y de largo alcance) durante la II Guerra Mundial debido a la escasez de los mismos en la aviación australiana. Tras abandonar el ejército convenció a su abuelo para que le cediera un terreno y a su tío, constructor, para que le edificara un hangar que Brabham convirtió en su primer garaje. Allí conoció a un piloto norteamericano, John Schonberg, marido de una amiga, que le introdujo en el mundo de los ‘midgets’. Unieron fuerzas para que Brabham diseñara un coche y Schonberg lo pilotara. En la tercera carrera, la mujer del norteamericano le prohibió pilotar… y Brabham no se lo pensó.
Ahí nació el piloto que ganó cuatro títulos australianos de la categoría. En esa época decidió casarse con su novia Betty, madre de sus tres hijos, y en los 50 se marchó a Europa para correr la F-2 y trabajar de mecánico en Cooper, con los que debutó en Fórmula 1. Cuatro años después ganó su primer título de una manera única: empujando el coche los últimos cincuenta metros en Sebring. Tenaz, incansable, determinado, intenso. Su Cooper se quedó sin gasolina a 400 metros de la meta y la inercia le acercó a 50 de la bandera ajedrezada, últimos metros que recorrió a golpe de riñón. Así se proclamó campeón del mundo por primera vez, éxito que repitió también con Cooper la temporada siguiente.
Cualquier otro habría explotado la fama y se habría dejado llevar por el camino fácil, pero Brabham no era así. Necesitaba desafíos. Llamo a su amigo Ron Turanac y juntos crearon Motor Racing Development, un concepto para desarrollar chasis para clientes que desembocó en un equipo de Fórmula 1 cien por cien australiano. En 1966, con los nuevos motores de tres litros, Brabham consiguió el título del que está más orgulloso. “El equipo tuvo un diseñador australiano, Ron Tauranac, mecánica australiana y un motor australiano construido por Repco. Fue algo así como Australia contra el resto del mundo, y ganar con ese grupo de personas fue muy emocionante. Es un récord que nunca será igualado”, relató en una ocasión el propio Brabham.
Brabham fue un tipo especial. Rechazó trabajar para Ferrari pese a recibir la llamada del propio ‘Commendatore’, Enzo Ferrari. “No fui nunca a la reunión, no estaba interesado, sólo lo estaba en ganarles, no en unirme a ellos. Ferrari era el rival, y había que tratarle como tal”. Su biografía se tituló ‘Cuando comienza la carrera, se acaban las chorradas’, una perfecta definición del ideal de trabajo de Sir Jack, un hombre dedicado en cuerpo y alma a mejorar. “Pasábamos el día y la noche construyendo los coches, y pilotábamos para relajarnos”, confesaba muchos años después de retirarse. Era el recuerdo que le traían aquellos años.
En 1970 se retiró a petición de su esposa. Dejaba para la leyenda una carrera única que ha escapado de los grandes flashes del recuerdo. Pocos le incluyen entre los grandes de la historia, pero sin duda fue uno de ellos. Al menos el que más sabía de monoplazas y por eso no sorprende que eligiera a Stirling Moss como el mejor piloto que había visto. Alguien que nunca ganó un sólo título. Eso sí, fue cuatro veces subcampeón y tres veces tercero. El pasado año, en una entrevista concedida a un medio ‘aussie’, Brabham fue preguntado por cómo veía que la mayoría de los pilotos actuales no supieran de mecánica. Black Jack contestó: “Mi capacidad para entender y modificar el coche sin duda ayudó en mi éxito. Hay muy pocos pilotos hoy que sepan mucho acerca de cómo configurar y diseñar un coche. Son casi totalmente dependientes de sus ingenieros y equipos para ayudar a afinar la puesta a punto. La noción de ‘piloto-ingeniero’ es un arte en extinción. Es una pena, pero es sintomático de los cambios que el deporte de motor ha experimentado en los últimos años”.
Para terminar este humilde homenaje, una última anécdota quizá menos conocida pero que demuestra que Brabham se atrevía con todo. Tras ser campeón de F-1 en 1960 con el Cooper, él mismo lo modificó y se apuntó para disputar la Indy 500. En EE UU se rieron hasta hartarse al verle llegar con ese pequeño coche europeo con motor central trasero y apenas 270 CV. Cuando iba tercero, el miedo atenazó sus caras. Finalmente fue noveno entre aplausos y reconocimientos. El trabajador incansable volvió a dar una lección. Una de tantas. Descanse en paz.