Llevo desde lunes mordiéndome la lengua. O lo que es lo mismo, quitando los dedos del teclado por aquello del qué dirán. Ni mucho menos estoy con la escopeta cargada, al contrario, me ilusionó muchísimo el aspecto del nuevo McLaren en su presentación de la pasada semana. Sin embargo, lo que estamos viendo estos días en los entrenamientos de Montmeló me parece un auténtico escándalo. Así, sin más. Sin paños calientes, indignado al comprobar que la historia se repite, que huele de nuevo a desastre, como en 2015 y 2016. Que no me hablen de paciencia, de lo que vendrá, de lo mucho que han trabajado, de lo que van a hacerlo… Basta ya. Es indigno de una escudería como McLaren y, sobre todo, de una marca como Honda lo que ocurre. Recuerdo que nos avergonzábamos, como españoles, de la pantomima que fue el equipo Hispania, después reconvertido en HRT. Pues esto es infinitamente peor.
Es inaceptable presentarse con un coche rediseñado para una temporada de tanta trascendencia y que se rompa en los dos primeros días de su puesta en marcha. Y que en el tercero, la única solución sea dejarlo al ralentí para que al menos aguante y no seguir haciendo un ridículo clamoroso. Pueden dar todas las justificaciones que quieran (aunque, de hecho, los japoneses dicen que no tienen ni idea de lo que ocurre, tremendo), intentar convencernos de que esto es muy complicado (como si no lo supiéramos) o rogarnos, por enésima vez, paciencia para un proyecto que imagino ahora no argumentarán que es joven. Lo siento pero ya no cuela. Por lo menos conmigo. Lamento que estén dinamitando el prestigio de una escudería legendaria, pero sobre todo me enerva que vayan a conseguir anular los mejores años, y puede que los últimos, de Fernando Alonso en la F1. Un piloto del que nadie duda porque es imposible hacerlo y que está aguantado lo que está aguantando simplemente porque no le queda más remedio, le ha faltado una escapatoria. Cuánto vamos a lamentar el veto de Hamilton en Mercedes. Porque si existen, este desastre sólo lo puede arreglar un milagro.