Sociedad e individualización

Por José Mármol

José-Mármol

Santo Domingo-Nuestro mundo es una inagotable cantera de paradojas vitales. Tenemos sueños que derivan en pesadillas. Y tenemos pesadillas que, paradójicamente, a veces quisiéramos que llegasen a ser realidades.

Nuestros jóvenes, que solemos encasillar bajo la noción de millennials, los más recientes, los nativos digitales, dado que les ha cambiado radicalmente el escenario económico, jurídico-político, social y cultural que conocimos, por ejemplo, los nacidos en los años sesenta, y tienen ante sí una sociedad que establece en la vertiginosidad y obsolescencia calculada de la racionalidad tecnológica y en la revolución digital sus prioridades existenciales, poseen una cosmovisión, una política y estrategia de vida, así como una particular manera axiológica de relacionarse con su entorno y con sus conciudadanos.

Antes de los cambios provocados por la caída del Muro de Berlín, en 1989, y el desmoronamiento sucesivo de la antigua URSS, el discurso sociológico marxista dividía a los hombres y mujeres entre explotadores y explotados.

La construcción de un nuevo sujeto y de un nuevo espacio social dependía de la liberación de la explotación, que luego terminó en una farsa. Hoy esto ha cambiado.

El nuevo discurso sociológico tiene múltiples maneras de dividir a los hombres y mujeres, siendo las de mayor connotación las relativas a la diferencia entre privilegio y exclusión, ciudadanos globales y ciudadanos locales, los de arriba (decisores) y los de abajo (seguidores), fieles e infieles, nacionales y extranjeros, occidentales y orientales, entre otros.

El grave problema de la desigualdad económica y social que padece nuestro mundo tiene en la exclusión la cuadratura de su círculo. En la inequidad, el talento es universal; las oportunidades no.

La sociedad que estamos legando a nuestros jóvenes se caracteriza, además, por la pérdida de derechos sociales que, mal que bien, fueron provistos por fracasados Estados providenciales o de bienestar común, para devenir en retos individuales y cuidado de sí mismo del ciudadano; la tendencia a la globalización y, consecuentemente, debilitamiento de los ideales y las identidades nacionales, fragilidad de las políticas locales frente a poderes globales, y los artilugios de la mano invisible del mercado neoliberal; la preeminencia de los capitales foráneos, volátiles y sin rostro; el cierre o venta progresivos de industrias tradicionales o bajos salarios; trabas a los emprendimientos solidarios; la contratación de mano de obra barata, sin importar la nacionalidad; flexibilidad en las condiciones de empleo, a tal punto que nuestros jóvenes, no solo no consiguen, sino que tampoco quieren empleos fijos y duraderos, prefiriendo contratos por proyectos, lo cual favorece la desregulación del mercado laboral y anula compromisos; la pérdida de la solidaridad y del vínculo que, producto del compañerismo en la fábrica o la empresa, cohesionaba intereses sociales y humanos, y una lamentable involución en la jerarquía de valores, que hace sucumbir el nosotros para priorizar al yo, entre otros.

Si ese es el escenario legado a nuestros jóvenes, ¿cómo pedirles que piensen en un mundo mejor para todos y no en un mundo mejor para cada quién, en función de su propio e individual esfuerzo?

Les hemos ido dejando una sociedad que perdió sus espacios de intereses y valores comunes, los que abonaban la posibilidad de conquistas sociales colectivas, para derivar en una selva de altos edificios sin aliento personal, amplias avenidas para individuos y muchedumbres solitarios y un amasijo creciente de volátiles artefactos tecnológicos, hábiles para la conectividad y la información, pero, huérfanos para la comunicación.

La individualización rampante podría empujar a nuestros jóvenes profesionales, aunque no quieran y sean más solidarios y ambientalistas, a un canibalismo laboral.

El futuro del trabajo podría representar un ecosistema tecnológico y tecnocrático deshumanizado.