Ramfis Trujillo y los fantasmas de la muerte

JOSÉ RAFAEL LANTIGUA

DÍAS ANTES DEL ACCIDENTE que lo llevó a la muerte, Ramfis Trujillo trabajaba en su oficina, donde se había instalado meses después de que saliera de Santo Domingo en noviembre de 1961, luego de encabezar el asesinato, junto a varios de sus colaboradores, de los conjurados en el ajusticiamiento de su padre. Vivía en La Moraleja, una zona situada al norte de Madrid. Su hija, Aída, lo encontró rodeado de velas, debido a que se había producido un raro apagón en el exclusivo y lujoso residencial y el hijo del dictador necesitaba lumbre en su escritorio.

Aída sufrió un súbito escalofrío al encontrar a su padre iluminado por esos cirios que daban a su figura un aspecto fantasmal. Sintió alguna premonición, como a veces le ocurría a su madre Tantana, pero no le dio mayor importancia. Pocos días más tarde, al mediar la madrugada del 17 de diciembre de 1969, Olguita, esposa de uno de los paniaguados de su padre, César Báez, la llamó para darle la noticia. Manejando su Ferrari 330 GT, color azul, Ramfis se había accidentado cuando su potente auto chocó de frente con el Jaguar que conducía la Duquesa de Alburquerque, Teresa Bertrán de Lis, quien falleció en el acto. El accidente se había producido en Alcobendas, el municipio madrileño donde se encontraba La Moraleja. Cuando Aída, que estaba encinta, llegó a la clínica Covesa donde llevaron a su padre, lo encontró alucinando. “Ramfis pronunciaba palabras coherentes en las que se percibía que se lamentaba de algo que le atormentaba profundamente”. Aída notó de inmediato que en la habitación había “una extraña presencia… algo que parecía no pertenecer a este mundo”. Sintió escalofríos, pero sacó fortaleza de donde no podía y fue a sentarse en un sillón al lado de la cama donde se encontraba su padre, mientras lo observaba “doliente, delirante, indefenso como jamás lo había visto”.

Aída sufría desde hacía largos meses la visita de un ser extraño y su madre, Tantana, le contaba desde niña la historia de un hombre sin cabeza que prácticamente se había domiciliado en la casa de su infancia, donde Aída nació. Lo veía con frecuencia, al tiempo que otras situaciones sin explicación racional sucedían en aquel lugar, conocido antes de su ocupación por los Trujillo como la estancia de los Michelena, hoy asiento de la Cancillería dominicana. La ocurrencia de tantos episodios de este tipo obligó a Ramfis a mudarse a otra residencia, aunque él nunca dio crédito a las historias “supersticiosas” que le contaba su mujer.

Ramfis tenía la mandíbula alambrada y los pulmones encharcados de sangre, a causa de los golpes recibidos en el accidente. A pesar de su severa situación continuaba fuera de sus cabales rememorando la historia de su padre y la suya propia: “Estoy en la Hacienda María. Las manos me queman…Están llenas de sangre y de dolor. Por más que me las lavo no consigo limpiarlas”. La hija, a su lado, se mostraba nerviosa y sentía, debido a su embarazo, náuseas secas. En el poco tiempo que tenía en la clínica, sola junto a una enfermera, se había enterado de muchos aspectos que desconocía sobre la vida de su padre. Víctor Sued, amigo íntimo de Ramfis, entró a la habitación para ayudarla a apaciguar al enfermo. “¡Cálmese, general”, le dijo Sued a quien había su jefe. Las torturas infringidas a Pupo Román, a Robert Reid Cabral, la infame tarea criminosa contra los muchachos de Constanza, Maimón y Estero Hondo, salían a flote en sus desvaríos, mientras se quejaba del dolor en el rostro y Sued salía de la habitación sin dudas consternado ante el triste aspecto de su amigo. Más tarde llegaría Lita, su esposa, y María Martínez, su madre. Mercedes, Claudia y Rafael, tres de sus hijos, llegaron días después desde Estados Unidos donde estudiaban.

El hijo del dictador había estado toda la noche de su accidente reunido con un grupo de amigos que le instaban a regresar a Santo Domingo. Se afirma que Ramfis ya había dado los primeros pasos para conformar un partido político y sus partidarios —cuyos nombres nunca fueron conocidos, por lo menos de manera pública— insistían en que volviese a su país para “arreglarlo” y no permitir que destruyesen la obra de su padre. Aunque en estado de gestación, su hija Aída solo tenía al momento del suceso diecisiete años de edad, confrontaba serios problemas de convivencia con su tía Angelita y hasta había externado su desazón por llevar el apellido Trujillo. Como solo tenía nueve años cuando salió del país junto a su familia, rumbo al exilio, desconocía los intrincados extravíos y delitos de su casta familiar.

Aída vio una especie de nube negra flotando en la habitación que le hizo erizar todo su cuerpo y pensó entonces que, al igual que su padre, ella había entrado también en trance de alucinación. Sin embargo, su padre gritó: “¡Ahí está!”. La hija le preguntó que a quién se refería. “Esa señora sentada en el sillón que viene a buscarme”. Era La Parca, controladora del destino, que sumergida entre las sombras venía por él. Y continuó sumergido en su locura llena de hechos y nombres: Johnny Abbes, a quien odiaba; sus tíos Héctor y Petán, hombres de paja, peleles, les llamaba; su hermano Radhamés del que Ramfis se sentía molesto cuando lo evocaba; su hermana Angelita a quien acusaba de poseer una “maldad caprichosa y desenfrenada”; su admirado Rubí, Porfirio Rubirosa, cuya vida quiso siempre copiar; su tío Aníbal cuya esquizofrenia lo llevó al suicidio pegándose un tiro en su casa situada en la calle Isabel la Católica esquina Padre Billini que aún sigue intacta y donde hoy funciona una cafetería; su concuñado Yuyo D’Alessandro a quien llevó a ver el fusilamiento de un enemigo de su padre y desde ese día decidió dejar de ser su amigo y huir del país. Toda la historia trujillista, proyectada en aquella sala de hospital donde yacía, en medio de terribles dolores y el acoso permanente de la muerte.

“¡Hasta mi propia madre me empujó a que vengase a papá! ¡Soy un asesino! ¡Todo no es culpa de Trujillo, coño! ¡Soy responsable de mis actos!”, le escuchó decir Aída, perturbada ante aquella desgarradora confesión. Mencionó uno por uno los nombres de quienes planificaron y colaboraron con él en la fatídica noche de la Hacienda María. Probablemente, entonces, supo que su padre recordaba un pasado que ella desconocía pero que consolidaba algunas de las cosas que ya había comenzando a conocer sobre la dictadura de su abuelo y los excesos y ruindades de su progenitor. Fue el instante en que, “de pronto una ráfaga de viento abrió una de las ventanas de la habitación de la clínica, sobrecogiendo a todos los presentes” y de inmediato Ramfis sufrió una crisis cardíaca que obligó a trasladarlo a la unidad de cuidados intensivos.

Aída volvió a recordar, ahora con mayor certeza, que los aparecidos cubrieron casi toda su vida desde la infancia. En su casa materna, en su casa del exilio, en el yate cuando se trasladaba con su familia camino al destierro, ahora en la habitación donde su padre vivía sus últimas horas, donde la siniestra e invisible presencia se podía casi tocar. “Desde muy pequeñita, me empezaron a ocurrir vicisitudes extrañas”, afirmaría tiempo después. Los espectros siguieron paseándose por aquella estancia. Visiones atormentadoras y excesivas cubrían aquel espacio, mientras Ramfis se movía inquieto de un lado a otro en su cama. Víctor Sued dio la voz de alarma. El primogénito del dictador se había quedado inmóvil y el calor de su cuerpo se fue reduciendo lentamente. Los médicos fueron quitándole los aparatos sujetados a su cuerpo. Aída sintió en ese instante que las presencias fuera de toda razón ya no estaban. Habían decidido irse con su padre hacia su destino final. Once días después del accidente de Alcobendas, Ramfis Trujillo se iba con sus fantasmas hacia el otro mundo. Era 28 de diciembre de 1969. Faltaban solo tres días para que muriese el año. La pesadilla del desasosiego que sus crímenes habían generado, había llegado a su fin.